Historia de una reforma

Como contaba en una anterior historia, me compré un piso para hacerle una reforma integral.

Mientras esperaba a que se acabara de formalizar la compra, empecé a informarme por internet de todo lo relacionado con las reformas. Que es como informarse de la vida en la cárcel a través de las series de HBO. Cuanto más miraba, más cuenta me daba de que apenas si existía información de primera mano fiable.

De un lado están las reformas de revista: gente con mucho dinero que se compra un local antiguo y se gasta una cantidad obscena en reformarlo hasta dejarlo como un pequeño palacio. Y por otro se encuentra uno con cientos de tutoriales y vídeos para hacer arreglos de medio pelo en tu casa. Pero era poco lo que podía leer a medio camino, sobre reformas reales de personas con economía limitada.

Nunca he sido mañoso y no quería empezar a erradicarlo en una casa en que estaba todo por hacer. Necesitaba contratar a una empresa que me lo hiciera bueno, bonito y barato. En una conversación con amigos uno me dejó caer aquel clásico ‘yo conozco a uno que conoce a uno que se dedica a eso’. Cuánta historia de terror que empieza así. Pero al no tener muchas referencias en Internet, decidí hacerle caso, también por aquello de que si luego la cosa salía mal, y ni siquiera hubiera contactado con esa persona, tendría que oír muchos ‘tenías que haber hablado con mi amigo’.

Así que pasado un tiempo, cuando se formalizó la compra, hice la fatídica llamada al amigo de mi amigo. Fue una larga conversación y más o menos me estuvo orientando sobre qué tendría que hacer. Quedamos para ver el piso juntos.

Una vez allí estuvimos considerando las opciones posibles. Qué paredes se podían tirar y cuáles levantar. Posibles problemas y soluciones. Me llamó la atención que, una vez metidos en gastos, tirar paredes era una de las cosas menos caras de hacer. Alejado de las reformas de ciencia ficción – donde la gente instala la cocina donde estaba el salón, el salón donde estaba el baño, el baño donde el dormitorio, el dormitorio donde la terraza – los cambios eran mínimos, condicionados a la situación inicial, pero orientados a tener algo razonable.

Una idea que me dio este chico y que resultó muy buena fue la de crear un proyecto de obra. Un neófito como yo hubiera contactado con distintas empresas de construcción y habría contado ‘aquí quiero echar abajo este tabique y levantarlo más allá’, cerrar la ventana y poner vidrios dobles. En su lugar él me preparó un proyecto profesional en que se detallaba que, por ejemplo, había que realizar una demolición de tabique L.H.D con medios manuales, sobre una superficie de 2,60 metros cuadrados. En lugar de palabrería sujeta a interpretación, chanchullos y estafas posteriores, se especificaba cada tarea con el nombre que los constructores entienden y con medidas concretas no sujetas a engaño posterior.

Lo que en principio podía haberse expresado como una reforma que era unir la cocina con el lavadero, mover un tabique, ampliar el baño si es posible y cambiar puertas y ventanas, se convirtió en un proyecto realizado con Presto – el software más o menos estándar, con mediciones concretas y descripciones al detalle.

Supongo que sólo con eso me ahorré un millón de quebraderos de cabeza posteriores. Y le estaré eternamente agradecido a este amigo de mi amigo. La siguiente fase no era menos compleja: había que encontrar a un constructor que quisiera hacer el proyecto a un precio razonable. Este amigo me hizo una estimación de lo que costaría aquello. Que era un 20% más de lo que me había imaginado al comprar el piso. Tras unos recortes un tanto chuscos, llegamos a la idea de lo que sería la construcción.

En la descripción inicial se habían marcado directrices muy básicas: los sanitarios más básicos y estándares posibles. Enchufes, tomas de luz e interruptores contados. Faltaban cosas que se añadirían al presupuesto posterior, como la mampara de la ducha. En los azulejos se había asignado un presupuesto muy justo que luego seguramente habría que extender. Lo bueno es que todas las compañías tendrían que ajustarse a lo expuesto en el proyecto. Porque el siguiente paso era mostrar el proyecto a varios constructores y que ofrecieran presupuestos.

Así, considero que el paso de conseguir un proyecto fue uno de los grandes aciertos de la reforma. Para mi fue gratis pero creo que es un gasto inicial que permite ahorrar mucho dinero posteriormente.

A la hora de elegir constructores, traté de buscar por mi cuenta, mientras ese amigo buscaba los que él conocía. Siempre he sido un fanático de las opiniones de internet, a las que valoro más que los siempre limitados consejos de amigos. A pesar de la ayuda prestaba, no estaba exento de suspicacias a la hora de asignar el trabajo a alguien del que sólo tendría una referencia positiva. Así, se establecieron dos vías: mis investigaciones por Internet de un lado, que llevaron a una empresa como firme favorita, y del otro las sugerencias de mi amigo, que quedarían reducidas a un constructor del que tenía muy buenas experiencias.

En la mitad del camino quedó mucha gente que fue en parte usada como herramienta de presión para obtener un razonable precio orientativo con el que negociar con las empresas más fiables. Las malas empresas abundan. En un mundo de clientes cicateros, se lucha a brazo partido por colar un gol al otro. Si instalar un lavabo tiene un precio de venta de 75 euros, está el cliente rácano que insiste en que a él le cobren nada más que 70. Y el constructor trapero que dice que sí, que él lo hace por 70, pero que luego, una vez iniciada la obra, indica que ha habido un imprevisto al picar en la pared y hay que usar más cemento de lo que se pensaba inicialmente. Y acaba consiguiendo instalarlo por 80 euros. Esta guerra sin cuartel tiene también sus terroristas, constructores que una vez consiguen el proyecto se aprovechan de la situación para hacer lo que les da la gana y cobrar del mismo modo, aprovechando la situación de casi indefensión del cliente. Si el constructor te dice que hay que cambiar las tuberías, porque las antiguas están inservibles, tienes la opción de buscar una segunda opinión – de nuevo en alguien que no conoces. Pero cuando tienes que cuestionar decenas de decisiones cada día, llega un momento en que no queda otra que confiar en los obreros y las subidas de precio que quieran.

Como decía, al final se llegó a dos empresas que se acercaron al piso para dar una estimación de primera mano. La primera era el Apple de las reformas: una página web exquisita, actualizaciones reales e interesantes en redes sociales, fotos de proyectos, consejos. Valoraciones altísimas en las páginas de reformas: clientes contentos por todas partes. La típica empresa que tiene una imagen tan buena que acaba pareciendo que se irá de presupuesto. La segunda era una empresa chusca de toda la vida con un constructor educado pero parco en palabras.

En la visita de la primera empresa vinieron el dueño de la empresa y la secretaria/oficinista – que haya una chica guapa de por medio nunca perjudicará mi decisión de compra. Tenían un Ipad donde podían verse fotos de otros proyectos. Según nos movíamos por las habitaciones iban resaltando posibles ideas y explicaban lo que se podría hacer para solucionar las dificultades técnicas, a la vez que sugiriendo aspectos estéticos que no se habían mencionado inicialmente. Fue una visita que dejó una impresión a la altura de lo que había visto por internet.

La otra visita fue más hermética, el constructor apenas realizó algunas puntualizaciones. Le pregunté por su forma de trabajar. Usé de referencia la entrevista anterior en que la otra empresa había explicado mucho sobre su metodología. Hubo una pregunta que resultaría decisiva. La empresa de internet me había comentado que ellos jamás comenzaban a trabajar antes de las 09:00, para no molestar demasiado con los ruidos, especulando con el horario de entrada en colegios. Me comentaron que en una ocasión tuvieron que hacer una reforma junto al piso de un estudiante de música y llegaron un acuerdo para no hacer las tareas más ruidosas en el horario en que él se ponía a tocar. Al preguntar al otro, me dijo que él estaba allí a las 08:00 y que se ponía a trabajar sin preocuparse de nada más.

Por cuestión de precio, se llegó a un casi empate. La empresa pija costaba apenas 500 euros más que la otra, una cantidad insignificante comparada con el coste de la obra. Había mucho que poner en la balanza: el constructor tradicional venía refrendado de primera mano por mi amigo, diciendo que era alguien muy profesional y honrado. La otra empresa, por todo internet y una impresión personal estupenda. Preguntando a unos y otros, cada uno te sugería algo distinto. Me pasé un fin de semana entero tratando de decidir que hacer.

El lunes por la mañana tome el teléfono. Con gran dolor de mi corazón, acabé llamando a la empresa del Ipad, de la chica guapa y las referencias por internet, para decirles que lo haría con la otra empresa.

Estaba tan indeciso que podía decirse que ambas opciones me parecían buenas. El criterio que usé para decidir fue descartar a la empresa que parecía que lo haría todo más fácil. La segunda llamada fue para decirles que quería trabajar con ellos. La tercera llamada, de la empresa bien valorada contra ofertando el hacerlo todo por 1.000 euros menos del precio inicial. Está bien usar otras empresas para negociar antes de elegir. Pero aunque iré directo al infierno, me gusta pensar que tengo palabra y me quedé con la decisión inicial.

Si bien la primera empresa podía parecer el Steve Jobs de la reformas, con una presentación irresistible de un gran producto – no dudo que es una empresa más que recomendable – el otro constructor, una vez consiguió el trabajo, empezó a mostrar más de su personalidad, revelándose como el Wozniak o el Fischer de la albañilería. La otra empresa gestionaba muy bien los proyectos, la que elegí tenía a una especie de genio que todo lo tenía dentro de su cabeza. Y esto, lejos de lo que pudiera parecer, era algo excelente. El constructor se dedicó a todas las obras iniciales (básicamente tirar abajo todo lo que sobraba y empezar a levantar lo nuevo). A mi me preocupaba que al principio se avanzaba muy lentamente, pero luego vería que en realidad se estaba abonando el terreno para un desarrollo directo.

El constructor sugirió muchos cambios a la propuesta inicial, pero casi todos eran irrechazables, razonables y no especialmente caros. Su obsesión por marcar líneas más rectas – el piso estaba lleno de repugnantes líneas oblicuas y paredes redondeadas – sería un éxito estético posterior. En muchos casos renunciando a centímetros cuadrados pero en pos de una definición más razonable. Fue en sus propuestas en lo que más notaba que no estaba tratando de engañarme, pues eran casi siempre ideas muy racionalizadoras.

Acostumbrado a vivir de alquiler, donde no puedes ni elegir los agujeros que haces en la pared, el hecho de tener que definir una casa completa, partiendo de la forma de las habitaciones, tenía un punto irresistible pero al mismo tiempo desasosegante. Cada día había que decidir en minutos un par de puntos importantes de la construcción. ¿Modelo de lavabo? ¿Posición de enchufes en la cocina? ¿Color de azulejos del suelo? ¿El rodapié normal o doble grueso? ¿Color de la pared de esta habitación? ¿Dónde quieres la rejilla del extractor de humos? El miedo a que el constructor fuera un autista que apenas comunicara se desvaneció al poco tiempo, con continuas consultas sobre todo tipo de decisiones, a veces demasiado triviales pero que evitaban hacer algo sin consultar.

Desde luego la reforma fue angustiosa: retrasos, problemas con los vecinos, subidas de presupuesto que dejaron mi cuenta al límite, visitas para ver que en ese día nada había cambiado. Pero en general todo dentro de lo tolerable. Uno de los puntos que marcaría la reforma sería la esquina de la cocina donde iba la lavadora. Durante semanas, siempre que iba allí, me encontraba al constructor trabajando en ese espacio. Siempre me explicaba algo distinto: el pilar estaba torcido, pero había conseguido alinearlo un poco, incluso picando parte del hormigón. El techo estaba a dos niveles pero lo había logrado casi nivelar. El escalón del suelo había conseguido quedar invisible. No podía entender cómo podía dedicar tanto tiempo a tan pequeños detalles. Me explicaría que si se retrasaba con los plazos era porque le gustaba dejar las cosas bien hechas, aún a riesgo de recortar su margen de beneficios.

Según me decía, faltaban apenas dos semanas pero yo lo veía todo por hacer. El constructor tenía ese aire victorioso tras completar un proyecto pero no había ni cocina, ni puertas, ni ventanas, ni suelo y el cuarto de baño estaba totalmente vacío. La base, que era dejar bien trabajadas las superficies, era lo importante. El mismo día que entregaban el piso pude ver cómo se hacía todo lo que parecía mucho trabajo en apenas unas horas. Mientras bregaba con la instalación de Internet de Jazztel, había dos pintores pintando el salón, un tipo cortando los marcos de las puertas y otro colocando la tarima como si no hubiera mañana. El constructor terminaba de instalar el lavabo mientras en un visto y no visto, se colocaban los cristales de todas las ventanas. Parecía como en un programa de esos de reforma sorpresa pero en plan real: lo que horas antes era un piso a medio hacer se convertía en una casa. Cuando volví por la tarde me encontré la casa que había estado planeando durante meses.

La gran virtud del constructor fue rodearse de gente con la que lleva trabajando años. Él sabía de su propio buen hacer, pero al mismo tiempo confiaba plenamente en el electricista, en los yesistas, en los pintores, en los montadores de puertas y los de ventanas. Así podía trabajar con total seguridad de la satisfacción del cliente. Cuando me entregó el piso lo hacía con la seguridad de que todo funcionaría bien.

La aventura de comprar un piso terminó con final feliz – por ahora. Tras volcar tanta energía en un proyecto, cuando eliminas todas esas tareas y preocupaciones de tu vida te entra una especie de vacío que de forma natural se suele cubrir teniendo un hijo. Ojalá no sea ese mi caso.

Qué pasa cuando suena un móvil en un concierto de música clásica

Radio Clásica nos mostraba cuatro sorprendentes casos en que un concierto de música clásica es interrumpido por el sonido de los móviles.

Haydn asesinado por un móvil.

Hablando por el móvil en un concierto al aire libre.

La melodía de Nokia, para pequeña orquesta.

Nokia de nuevo, en un concierto en una sinagoga.

Ajedrez en la escuela

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Hay cientos de artículos que exponen las virtudes de aprender a jugar al ajedrez. Son tantas, que incluso parece que una persona no debería aprender ninguna otra cosa. En mi opinión están muy exageradas. Las listas, escritas por aficionados al juego o directamente personas que tratan de sobrevivir de él, me recuerdan al horóscopo, donde se plasman un montón de cualidades positivas sobre un signo como forma encubierta de auto halago.

Un Aries es una persona llena de energía y entusiasmo. Pionero y aventurero, le encantan los retos, la libertad y las nuevas ideas. A los Aries les gusta liderar y prefieren dar instrucciones a recibirlas. Son independientes y preocupados por su propia ambición y objetivos. Tienen una energía envidiable que a veces les lleva a ser agresivos, inquietos, argumentativos, tercos. Es fácil ofender a los Aries y, cuando se sienten ofendidos, es difícil hacer las paces con ellos. Aries es el primer signo del zodiaco y, en este sentido, su papel es empezar algo y liderar. Si un Aries empieza a creer en una buena causa, luchará sin descanso para promocionarla.

Diferentes investigadores concluyen que el Ajedrez estimula la creatividad, la concentración, el pensamiento crítico, la memoria, el éxito académico, la resolución de problemas, el enriquecimiento cultural, la madurez intelectual y la autoestima, entre otros aspectos de la personalidad.

En mi opinión, y es algo que tengo muy meditado, el ajedrez no aporta ninguna virtud de especial valor en sí mismo. Pero es un medio muy favorable para desarrollar determinadas cualidades.

Empecé con en el ajedrez en el colegio. Había jugado en casa antes pero no le encontraba nada especial al juego. Hasta que en mi clase organizaron un campeonato, que acabé ganando. Lo que me fascinó y acabó atrapándome para siempre fue la competitividad. Nunca antes había participado en una competición. Era un tiempo en que una editorial organizaba un concurso de dibujo. Todos los niños ganaban medallas de oro y, a la hora de recogerlas, los padres se enfrentaban a una charla comercial tratando de convencerles de que compraran una enciclopedia. Hoy en día esta tendencia es aún mayor. Era un tiempo edulcorado en que ganar estaba mal visto, no podía haber perdedores, lo importante era participar.

Pero el campeonato de ajedrez, por sistema de eliminatorias, tenía un único ganador. Por pura casualidad, aunque aún recuerdo el tesón con el que luchaba posiciones perdidas, acabé ganando. Luego jugué contra el campeón de la otra clase, que me ganó con suma facilidad. Ahí me enfrenté al fracaso y la derrota. Todo lo que podía darme el ajedrez lo conseguí en esa primera competición, sin profesores, sin clases, sin libros.

Los niños de hoy en día viven en un entorno almibarado donde no está bien visto ser mejor que otros. ¿Por qué estudiar de más si las únicas calificaciones posibles son apto y no apto? El ajedrez me hizo descubrir la competitividad, un concepto nuevo inexistente en el actual sistema educativo. Una cualidad intrínsecamente masculina – la sencilla razón por la que los hombres son mejores, en términos estadísticos, que las mujeres en el ajedrez. Esa agresividad característica del signo Aries, signo de famosos los ajedrecistas Gari Kasparov y Viktor Korchnoi.

La vida de los niños es a veces brutal. Los padres vuelven a casa totalmente enfadados porque alguien les ha dicho algo irrespetuoso en el trabajo. Mientras que en el colegio los insultos despiadados eran diarios, pegar, rutinario. Casi todos se llevaban una paliza – a veces entre varios – al año. Se robaban bocadillos y cromos. Fuera de las aulas entendías que el mundo era una jungla, pero luego te sentabas en el pupitre y el 75% acabaría obteniendo palmaditas en el hombro sin hacer prácticamente nada. En el ajedrez encontré una actividad intelectual que tenía algún paralelismo con la competitiva vida real.

Como toda persona de vida desestructurada, me cambié de colegio y por casualidad acabé en una escuela donde había mucha afición al ajedrez. Un profesor era un fuerte aficionado al juego y como era el director del centro, hacía en su cortijo lo que le daba la gana. Competiciones, partidas simultáneas, me hice agnóstico para cambiar las clases de religión por partidas con el director en la sala de profesores. A la mayoría de la gente no le interesaba el juego pero había unos cuantos que jugaban y casi todos eran mejores que yo.

En un irracional proceso mental, asumía que, como ganador del otro campeonato, también tenía que ganar el de ese nuevo colegio. Aunque el libro ‘The Secret‘ cuenta que basta con desear mucho una cosa para que ocurra, la realidad es que para conseguir lo que uno desea casi siempre hay que esforzarse. Esa aquí donde encontré gracias al ajedrez otra cualidad que la escuela no fomentaba: la cultura del esfuerzo. Se habla mucho de ella, pero todos sabemos que, al menos en España, hasta que no llegas a la Universidad no tienes apenas que esforzarte, salvo que seas un estudiante por debajo de la media.

La tercera cualidad, que conseguí con el ajedrez, quizás la mejor de todas, fue la del estudio. Llegó un momento en que me di cuenta de que no bastaba con jugar mucho para progresar. Había que estudiar libros. Pero no era como en el colegio, donde te decían qué página de qué libro tenías que estudiar qué día. Con los libros de ajedrez no tenía ningún tipo de criterio a seguir. Un día estudiabas aperturas y por la tarde tenías una partida que perdías por jugar un mal final. Otro día estudiabas finales y cuando jugabas estabas atrapado en una posición perdida desde el principio. Luego sabías finales de torres pero te ganaban en un final de damas. Aprendías de la defensa siciliana y todo el mundo te jugaba la defensa francesa. Entonces te aprendías la defensa francesa y te topabas con gente que se la sabía mejor que tú.

Nunca sabías lo suficiente. Pero cada vez sabías más. Y otra de las grandes cosas que descubrí en ese proceso fue a cuestionar los libros. Recuerdo una variante de la apertura ‘Gambito Budapest’ que estudié de un libro argentino. El manual te explicaba una serie de jugadas y recuerdo una posición, que calificaba como igualada. Pero en la que había una jugada más o menos obvia que me parecía que desequilibraba totalmente la posición. Dediqué horas a tratar de encontrar ese equilibrio que anunciaba el libro. Meses después, pude preguntarle a un profesor sobre dicha posición. ¿Qué sucede si las blancas hacen esta jugada? ¿Parece que ganan no? También a él le pareció acertada mi opinión. Así es como me di cuenta de que, en algunas cosas, sabía más que lo que estaba escrito en los libros. Era una sensación poderosa que jamás habría conseguido en la escuela.

Para aquel entonces ya no era un estudiante de ajedrez, me había convertido en un bicho raro, mejor que ningún otro niño de mi edad en mi entorno. Del ajedrez había aprendido todo lo que tenía dentro de mi que no podía desarrollar con ninguna otra herramienta a mi alcance. La agresividad o competitividad, el deseo de ganar. La cultura del esfuerzo y la responsabilidad ante los éxitos o fracasos personales. El estudio a alto nivel, estudio entendido como una labor infinita. Profundizar en una materia hasta el punto de cuestionar algunas ideas publicadas. El ajedrez me ayudó a desarrollar mi personalidad y me aportó una autoestima exagerada. Me permitió ser algo más que una de esas personas clónicas cuyas aficiones son escuchar música, salir de tapas e ir a la playa. En ese proceso encontré a cientos de otros chicos que renunciaban a aprender de libros, que no tenían ese ansia por ganar. A los que les daba pereza pararse a pensar en una posición complicada. ¿Qué hubieran conseguido esos chicos del ajedrez si se les hubiera enseñado como una asignatura en el colegio? Prácticamente nada. Además, que el hecho de formalizar el ajedrez como materia de estudio implicaría caer en los errores de la educación general: nula competitividad, esfuerzo deliberadamente limitado, estudio cuadriculado.

Con el paso de los años fue encontrándome con retos nuevos, hasta llegar al punto de empezar a enfrentarme a jugadores muy superiores. Llegó un punto en que ya no bastaba con estudiar más, con el ajedrez descubrí que sencillamente hay gente que es mejor que tú. Y que siempre lo será. Aunque se dedicara todo el PIB español a mi progreso en el juego durante 20 años, jamás seré mejor que el mejor jugador español. Otra lección de las que no te enseñan en el colegio: simplemente hay gente que es mejor que tú y no pasa nada. Años después encuentras a gente con un puesto laboral mejor que el tuyo, o que tiene más dinero. Ante eso, uno siempre puede argumentar aquello de ‘pero no es mejor que yo’. En el ajedrez encontré a esas personas que sí son mejores que yo y eso me ayudó a tener una saludable humildad.

Ahora bien, yo llegué a esa conclusión cuando lo había dado todo de mi. En el colegio, niños que renuncian al esfuerzo, a estudiar, claudican y aceptan de inmediato el que hay jugadores mejores que ellos. Uno de los jugadores más talentosos que he conocido siempre se quejaba de que él podría haber sido mucho mejor si hubiera estudiado – y es verdad. Gracias a mi recorrido vital por ese juego tengo la certeza de que yo no y es una sensación que tiene algo de tranquilizadora y justa.

Aún aprendería una última importante lección, pero ya fuera de la época de estudiante, que guardo para otra ocasión.

En conclusión, le debo mucho de como soy al ajedrez. Y es un juego que me sigue encantando. A diario veo partidas o juego con desconocidos por internet. Pero no creo que sea la panacea. Precisamente el estructurarlo como una asignatura escolar aniquila ciertas de sus virtudes, las más valiosas en mi opinión. Y sobre todo está el hecho de que las horas del día son limitadas. Todo el mundo quiere, como yo hiciera en su momento, sustraer horas de religión para dárselas al ajedrez. Pero también se las quieren quitar para dárselas a la ética, la economía, las matemáticas, la programación. Habría que empezar por tener tres horas diarias de religión en las clases para luego poder satisfacer a todos con el reparto.

A la pregunta, ¿Que enseñarías durante dos horas a la semana a niños de colegio de forma que cambiaras la vida de la mayoría de los estudiantes para mejor? jamás respondería ajedrez. Yo les enseñaría economía práctica.

Podemos

Borgen es una serie de televisión danesa que comenzó a emitirse en 2010. Trata sobre la política en Dinamarca y fue un éxito extraordinario de crítica y audiencia. Para sorpresa de todos tuvo también muchísimo éxito en Reino Unido.

En el primer episodio se plantea un país que está a punto de realizar elecciones generales. Están los dos partidos principales peleándose por el poder, mientras que los partidos secundarios prometen lo que pueden esperando entrar como bisagra. En un momento dado el presidente del gobierno tiene que pagar un bolso a su mujer en una situación comprometida y, no disponiendo de alternativa de pago, lo hace con una tarjeta del gobierno.

El pago acaba convirtiéndose en un escándalo que, unido a un desafortunado debate en televisión entre los candidatos, lleva a que, de la noche a la mañana, gane las elecciones uno de los partidos secundarios. Sobre esa base se plantea toda la serie.

No voy a contar más sobre ella por el simple hecho de que, como en tantas otras ocasiones, me quedé en ese primer episodio. Una clave del éxito de la serie es que para los daneses tiene mucho parecido con la realidad. Desde mi perspectiva española la descarté, aparte de por el insufrible idioma, porque me resultaba una ficción más insostenible que Gym Tony.

La trama política no se parece en nada a la política que un español conoce. Incluso resulta ofensiva en algunos momentos porque el mundo, desafortunadamente, no es tan edulcorado.

Podemos, el partido político sorpresa, permite soñar con la trama que plantea Borgen. Acabar con los partidos de siempre. En la versión española, es un proceso de meses, tal vez años. En lugar de un bolso, un encadenamiento de escándalos. En lugar de un desafortunado debate, una perpetua sucesión de errores, patinazos y decir una cosa y hacer la contraria por sistema.

Una de las bases del planteamiento de Podemos es decir que los partidos que han estado gobernando los últimos años han estado robando por sistema. Es decir, han creado estructuras organizativas cuyo único objetivo era el auto enriquecimiento. Algo parecido a lo que en Italia se considera la Mafia. No es lo mismo tener que hacer una autovía y ya que puedo, llevarme un 4% de comisión, en que la comisión es un efecto y la autovía la causa, que hacer un aeropuerto para poder llevarme una suculenta comisión del 4%. En este caso, el aeropuerto es el efecto, mientras que el robo es la causa.

Lo que dicen en Podemos, y parece que no se alejan mucho de la realidad, es que se han tomado muchas medidas simplemente porque permitían robar más. Que eso es lo que tenemos por gobierno y que ellos están dispuesto a cambiarlo.

Sin embargo, a poco que Podemos (o Ciudadanos) aparecieron como posibles amenazas electorales, comenzó a aflorar que algunos de sus miembros no estaban totalmente exentos de irregularidades. El mensaje aterrador no es el de ‘Podemos está lleno de ladrones’ sino uno mucho más descorazonador: ‘Nadie que entre en política lo hace por motivos honestos, no hay nueva política: los nuevos serán como los viejos’.

A mi no me gusta un partido que tome ejemplo de Venezuela – aunque la exageración con Venezuela es delirante. No veo sentido en alejarse del Euro o los Mercados. No hay que regalar dinero a los pobres, ni parar los desahucios. Pensándolo fríamente creo que no hay ni una sola cosa de las que ha dicho Podemos con la que esté de acuerdo. Pero el ‘fracaso’ de SYRIZA negociando la deuda griega demuestra que a pesar de las grandes intenciones, un partido nuevo no nos llevaría a la Edad Media económica.

Una gente que diga que se acabó el estar en política para robar. Aunque luego algo roben. Que hacerse ricos no sea su principal objetivo. Me basta con eso. Votaré a Podemos.

Seis meses sin bloqueador de publicidad

Un día me falló tanto el navegador Firefox que decidí reinstalarlo desde cero. En el camino se quedó la extensión del bloqueador de anuncios, que llevaba usando casi desde que apareció.

Esperaba que sería temporal, cosa de un par de días. Pero como siempre suelo visitar las mismas páginas, me acabé dando cuenta de que no era tan molesto como pensaba. El mundo de los pop-under (ventanas de publicidad que aparecen por detrás de la que estás viendo) banners animados y porno en páginas para niños era más llevadero de lo que cupiera pensar. Y ayudaba a entender qué publicidad se está ofreciendo hoy en día. Ha pasado medio año y no creo que lo acabe instalando.

Una tendencia muy positiva es el hecho de que la publicidad no es tan molesta como era en los inicios de internet. Hace diez años los pop-ups fraudulentos se apoderaron de la Tierra y condicionaban la navegación hasta hacerla insoportable. Hoy en día se vive una mejor experiencia de usuario, menos estresante.

Los tiempos del búho pertenecen al muy remoto pasado. Todos los blogs grandes tienen anuncios. La idea buen rollera del anuncio no intrusivo no existe. Los grandes blogs en español usan formatos de vídeo y lugares prominentes en la cabecera de la página. Microsiervos, que en su momento recibió muchas críticas – que sólo los más viejos del lugar recuerdan – muestra el siguiente aspecto en su portada, donde la publicidad es desmesurada y dominante.

microsiervos

A mi me parece que cada uno puede mostrar la publicidad que le apetezca y que casi siempre escapa a su control si esta es fraudulenta. La actitud falta de ética es la de muchos que exigen que crees negocios en Internet con la premisa: ‘Búscate la vida para ganar dinero sin que yo me entere.’ Ver la publicidad tiene algo ético y acerca al mundo real, imperfecto y tantas veces molesto.

Casi ninguna página es inusable por la publicidad. La más molesta que he visto ha sido Invertia, de Terra que abusa de los pop-ups con ventanas modales. Es simplemente insoportable porque cada página que visitas implica cerrar un pop-up enorme nuevo. La sección de gráficos, donde se suelen cambiar muchos periodos de tiempo y tickers, pierde toda utilidad, es peor que una cesárea medieval.

Youtube es otra página que se ha vuelto bastante molesta, sobre todo cuando accedes logueado a tu cuenta de Gmail. Todos los vídeos con anuncio previo, aunque hayas visto diez el onceavo también te muestra un clip.

El uso de cookies que hacen seguimiento de tu historial de visitas es preocupante y aburrido a un mismo tiempo. Una visita a los aspiradores Roomba de Amazon monopolizó mis anuncios durante semanas. Si acabo comprando una Roomba a través de alguno de estos anuncios, el dueño de la página ganará 10€, una comisión muy superior a casi cualquier otro anuncio. Es por ello que todos los anunciantes renuncian a ofrecerme rusas tetonas solteras u ofertas de ADSL. Tiene su encanto vivir durante un par de semanas un internet monopolizado por las Roombas.

Esto implica también que la publicidad contextual es casi algo del pasado. Es mucho más interesante lo que dice tu historial de visitas que lo que estás haciendo en estos momentos. Podrías llegar a ver publicidad de aspiradoras en páginas de porno.

Hay anuncios divertidos. Los de sexo muestran algunas actrices que hacen cosas con su cuerpo que no imaginabas posible. Hay uno de un ‘secreto para perder peso que asombra a los científicos’ que está en todas partes. En general se ven menos timos descarados que hace años. La barrera entre publicidad y contenido ya no es nada clara y en muchos casos tolerada por las grandes cadenas de anuncios. Hay anuncios que simulan contenido y contenido más descarado que un anuncio. Los anuncios en la barra lateral son prácticamente inexistentes, son de una candidez que ya nadie se permite.

En resumen, ver publicidad en Internet no es tan malo como cuentan.

El cierre de Google News

Hace unos días Google cerraba Google News en España por un cambio legal. No voy a entrar en debates estériles sobre si la legislación es buena o mala, manipulada o no. Lo interesante de todo esto y que creo que no se ha mencionado mucho es el detalle de hasta qué punto era frágil el modelo de negocio de Google, una empresa muy poderosa.

Igual no estaban ganando dinero y su única intención era ser guays para ganar dinero con otras cosas. Pero lo cierto es que cambia una ley – a medida, todo sea dicho – y la única opción es cerrar el chiringuito. No hay recortes, no hay cambios de estrategia. Es tirar el negocio a la basura.

Muchas veces se oyen cantos de sirena de que hay que ser original y creativo al fundar negocios en Internet, pero ya empieza a estar todo más asentado y estar claro que en ciertos ámbitos no hay modelo de negocio posible, no hay absolutamente nada que rascar.

Paradójicamente uno de los modelos de negocio más lucrativos de Internet es hablar, a posteriori, de modelos de negocio de éxito en Internet. Pero que a todo el mundo le quede claro: ganar dinero con descargas de música/películas es muy peligroso y harto complicado. Casi todo lo que sea difusión de noticias está acabado – sólo los grandes periódicos sobreviven y con problemas. La venta online, tras aparecer Amazon en España, es una temeridad que roza la locura.

El círculo Matarese

matarese
Hace unos meses alojé a un tipo interesante que además de viajar mucho, había leído mucho. Por encima de todo me recomendó dos libros. Uno de ellos fue el thriller de Robert Ludlum ‘El círculo Matarese’. Ludlum es famoso por haber creado la saga ‘Bourne’ muy popular en sus adaptaciones al cine.

La saga ‘Bourne’ se centra en un espía que sufre amnesia y trata de sobrevivir numerosos ataques mientras intenta recordar o descubrir su identidad. Aunque las novelas tuvieron bastante éxito, el autor sólo escribió tres historias sobre Bourne. Ante el encanto del personaje, un escritor de segunda fila, Eric Van Lustbader, escribió secuelas a dichas novelas. Y aunque estas fueron autorizadas por los herederos de Robert Ludlum, la calidad de las mismas es bastante baja. La última adaptación al cine de las historias de Bourne es ya sobre una de las novelas de Eric Van Lustbader.

Cuando alguien que ha leído mucho sugiere un libro en concreto, es difícil no verse tentado de leerlo. Coincidiendo que había terminado mis otras lecturas, decidí darle una oportunidad a este. Publicado en 1990 en España, es una verdadera antigualla, en un mundo en que las librerías mantienen sólo novedades de los últimos dos meses.

Tratándose del típico best seller ochentero, era fundamental encontrarlo en el formato original: un libro de segunda mano o que lleve décadas en una librería. Para mi sorpresa no fue fácil hallarlo de segunda mano. Estas tiendas siempre tienen decenas de ‘Chacal’, ‘El Quinto Jinete’ o ‘Los pilares de la Tierra’. En una de las tiendas me explicó el vendedor que novelas como la que yo buscaba se enviaban siempre a las ferias itinerantes, pues se vendían fácilmente. Y que no tenía ninguno pero igual la semana que viene tenía cuatro.

En las librerías de toda la vida tenían una nueva edición, de hacía pocos meses. Pero a un precio de 20 euros. Internet ha hecho que un libro de 20 euros parezca un robo. En este caso me gustaba la idea del libro retro y acabé en Iberlibro: compré un libro de segunda mano por Internet, lo antiguo y lo nuevo dándose la mano.

Me llamó la atención que el libro, de 1990, tenía escrito en la contraportada su precio: 650 pesetas. 3,9 euros. Lo compré en Internet, con gastos de envío, más comisión de la página, por 4 euros. ¿Quién dijo que comprar libros era una buena inversión? Me hizo gracia que me costara exactamente lo mismo que hace 25 años.

Tras tanto tiempo con un Kindle hacía mucho que no leía un libro tan largo en papel. Y para mi sorpresa, me gustó la experiencia. Leer en electrónico puede relajar los ojos tanto como en papel, pero hay algo definitivamente tranquilizador en la lectura de papel. Por un momento llegué a pensar que el formato es definitivamente superior, a pesar de todo. El Kindle es especialmente bueno para leer más rápido, pero el papel sigue siendo un sistema interesante.

La novela me costó al principio, hacía décadas que no leía un best seller y llevo tiempo hasta eludiendo leer ficción. Pero la experiencia retro, leyendo como lo hacía hace 20 años, me sentó muy bien y se la recomiendo a todo el mundo. Pero poco a poco fui entrando en la historia y me consiguió enganchar. Tiene potencial para una gran película – hace años se hablaba que Tom Cruise haría el personaje – pero su mayor debilidad es el entorno en que se narra, en plena Guerra Fría. Si se la adapta a tiempos actuales, con más tecnología y bloques enemigos no tan claros, puede ser un verdadero fiasco. Estoy seguro de que dentro de pocos años esa película estará en los cines. La novela es recomendable.

Me he comprado un piso

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Me he comprado un piso a finales del 2014 porque creo que era el momento idóneo para hacerlo. Ni porque haya llegado a cierta edad, ni porque vayamos a ampliar la familia, ni porque se me quede pequeña la casa. Ha sido una decisión puramente económica.

Llegados a este punto de la burbuja inmobiliaria, la idea de comprarme un piso me resultaba desagradable. Viviendo de alquiler toda la vida y cambiando a menudo de domicilio – he vivido en siete casas hasta hoy – estaba cómodo en ese mundo de toalleros de ventosa, paredes sin pintar y sin imaginar lo que es una reforma. Mi último piso era, con diferencia, el mejor en el que he estado nunca. Sabía que me tocaba cambiar a peor y, la verdad, me daba mucha pereza.

Pero la bolsa estaba agotada. Los tipos de interés, por los suelos. El salto lógico era hacia el ladrillo. Traté de escaquearme pero al final di el paso y me lancé a un mundo totalmente desconocido: la búsqueda de piso en propiedad.

Empecé, como tantos otros, mirando la página de idealista.com. Luego fue probando fotocasa.es y las de aspecto anticuado: milanuncios.com y segundamano.es. Acabaría viéndolas todas casi a diario. Y como tengo mucho tiempo libre, creo que he visto todos los anuncios que pudieran interesarme durante unas tres semanas. Agotador, frustrante y fascinante a la vez.

Mis parámetros de compra eran los siguientes:

1) Una casa que pudiera pagar sin hipoteca.
2) En el centro – que se pueda ir caminando al centro de verdad- de mi ciudad (ciudad grande pero ni Madrid ni Barcelona).
3) Con ascensor.
4) Nada de bajos.
5) Al menos 60 metros cuadrados y por lo menos dos dormitorios.
6) Para entrar a vivir, nada de pisos cochambrosos.
7) Nada de zonas complicadas/marginales.
8) Con luz.
9) Sin mucho ruido.

Como con todas las reglas, he estado tentando de romperlas de una forma u otra, pero había una regla por encima de todas: no romper más de una regla a la vez.

El primer piso que entró en mi radar fue una urbanización que habían construido en mi misma calle. Había visto y sufrido la construcción durante meses y aparte de encantarme la localización, se notaba que se había construido con mucha calidad. Pedí cita para ver los pisos – de nueva construcción, pero propiedad de un banco. Tardaría tres semanas en verlo, por errores nefastos en la organización del equipo de ventas. Cierto que había mucha gente interesada en verlos, pero mi petición se perdió en mitad del proceso, tuve que volver a llamar, etc. Todo esto para una vivienda que estaba a 30 metros de casa. Cuando por fin conseguí esa cita ya no estaba interesado y los pisos que podían interesarme se habían vendido todos. Aquí había que saltar varias normas: necesitaba un poco de hipoteca, los 60 metros cuadrados entraban raspando. Y sólo tenían pisos interiores.

Al salir de visitar ese piso me encontré con la típica sensación de todos los que han sufrido los efectos de la burbuja. Ves un piso en un mal barrio, todo viejo y sin arreglar. Y luego ves otro que simplemente te gusta. El corazón te dice que quieres ese y si eres una persona muy emocional – como las mujeres – eres incapaz de aceptar esa opción más cutre. Piensas en romper tus principios, total, sería una hipoteca muy pequeña. Pero no, por encima de todo hay que evitar visitar pisos que estén fuera del rango de lo que uno se puede permitir. Y aunque hayamos sufrido una dolorosísima burbuja vuelvo a explicar, lo que uno se puede permitir no es todo lo que el banco te concedería de hipoteca, sino lo que honestamente puedes pagar, con los riesgos de un futuro incierto.

Como decía, ese primer piso costó mucho verlo. El primer piso que visité fue a través de una inmobiliaria. Era una zona que me gustaba más bien poco, pero que conocía muy bien. Era muy barato y no salía mal en las fotos. Cuando llegué allí se notaba que habían rociado todo con insecticida, algún cadáver por el suelo y un ambiente que provocaba toses. El piso era como se veía en las fotografías, pero daba una impresión tristona. Muy ruidoso por fuera, las ventanas exteriores daban a una bulliciosa avenida. Pero al asomarme un segundo al patio interior, la impresión que daba era ‘esto es el puto Bronx’. Mucha voz extranjera, mucho tanga colgado, los tendederos eran una enorme señal de peligro.

El segundo piso sin embargo fue una experiencia más bizarra. A diez minutos de mi casa, quedé con el agente inmobiliario en su oficina. Allí me explicó que el piso por el que nos habíamos citado no me lo iba a enseñar, sino otro. Resultaba que era un piso en el mismo edificio donde él vivía. Y que por lo visto también había construido él mismo. El tipo era como el personaje que sale en todas las películas carcelarias que consigue cosas. Conocía el barrio al dedillo y a cada vecino. Sabía el precio de cada cartel de ‘Se vende’ que había en la manzana. Me dio en una hora más información que toda la que contiene la Wikipedia. El piso era de una vecina que se había muerto. Sorprendentemente estaba en muy buenas condiciones. Y me gustaba. Una muy buena distribución, enorme y con muchas posibilidades. Al límite de lo que podía pagar.

No lo elegí de inmediato por el sencillo hecho de que no se puede comprar lo primero que a uno le guste. Y porque obtener una rebaja sobre el precio inicial era una cuestión de honor. Ya al enseñarlo te decían un precio 2.000 euros inferior al del precio oficial, pero yo propuse que bajaran bastante más. Había otro comprador interesado, a casa y te lo piensas.

El tercer piso también me gustó. En este caso era un primero sin ascensor. 60 metros muy justos. Por primera vez tratando con un particular. Y la tragedia de la burbuja en estado puro. Había comprado hacía varios años un piso viejo. Lo había reformado con mucho gusto y detalle – la cocina era una pequeña joya. Y ahora que había conseguido ahorrar 10.000 – 15.000 euros ¡Podía venderlo! Perdiendo ese dinero más todo lo ya pagado al banco más el gasto de la reforma. Simplemente desesperado por quitarse el muerto de encima. No había opciones a regatear precio, estaba vendiendo en pérdidas, pero simplemente era al precio al que el banco le permitía venderlo.

El hecho de que estuviera tan reformado era casi negativo. Demasiado personal, no tenía sentido des-reformarlo. Y con un precio algo elevado. Aún así me gustó y me quedé con ganas de pensarlo.

Así pasó la primera semana. Haciendo balance había llegado a la conclusión de que iba a acabar encontrado un piso adecuado a lo que buscaba. Era cuestión de tiempo. También había desvelado algunas claves sobre el sistema de compra-venta. Los pisos de particulares casi nunca tenían un precio razonable. Lo cual es absurdo, teniendo en cuenta que se ahorraban el sobreprecio de las inmobiliarias – que está por encima de los 2.000-3.000 euros. Los particulares viven en su mundo en que el precio justo lo ponen ellos. Cuando van a una inmobiliaria todo son malas noticias: en vez de X, lo vamos a vender a X – (10-20)%. Y me voy a quedar con 3.000 euros. Y dame una copia de las llaves.

Otro aspecto llamativo era la creación de zonas cero. Ciertos barrios habían sido devastados por la burbuja. Cientos de pisos, con precios bajísimos, con reformas estupendas, casi nuevos. Y ante tanta oferta, la apatía del mercado comprador. Si hubiera estado dispuesto a alejarme del centro – no digo irme a un pueblo, sino a un barrio a 20 minutos caminando del centro de la ciudad – hubiera podido elegir lo que me diera la gana. También se notaba tristemente como gente normal se había ido a zonas muy marginales, alentados por los precios más bajos. Y se habían dedicado a reformar pisos muy bonitos, pero en localizaciones de cine de terror. Un mundo al revés en el que vives en un oasis, pero una vez sales de casa, vives una experiencia semi carcelaria, rodeado de criminales, chusma y escoria humana.

Luego contactaría con algunas agencias que me mostraron varios pisos, hasta tres en un mismo día. Fue muy desagradable ver alguno de ellos con los vendedores dentro, interesados en conocer al potencial comprador. En un caso era una pareja con pocos estudios pero muy cercana. Habían dado de baja la luz: típica medida de ahorro de muerto de hambre: te planteas vender un piso por 100.000 euros, pero pagar 10 euros al mes por la luz de un piso donde no vives te parece un robo a mano armada. Es como intentar vender un coche sin haberlo lavado nunca. El piso estaba correcto, pero cualquier cosa menos enamorar. Otro patinazo de los vendedores había sido llevarse ‘lo que podían aprovechar’ para su nueva casa. Así, tenías la cocina completa, pero con los cables del calentador colgando. Y el hueco del horno. En el baño faltaba el lavabo. Ese piso no se vendía porque estaba fatalmente presentado.

Al salir de la visita fui a comprar y según salía de la tienda y cruzaba el paso de peatones ahí estaba la furgoneta de la pareja vendedora – había ido con una inmobiliaria y no había hablado con ellos apenas. Los saludé y continué caminando. Cuando ya llevaba un rato me los encuentro de nuevo. Habían dado toda la vuelta para seguirme. Me preguntaban el precio que proponía la inmobiliaria. Se los dije y ellos me propusieron uno más bajo – pero evitando la comisión de la agencia. Les expliqué que al visitar el piso uno tiene que firmar un papel donde se compromete a no realizar la compra al margen de dicha inmobiliaria – la exclusividad. No merecía la pena explicarles que su piso no era para mi. Y eran víctimas de su propia actitud zafia y trapera.

Al día siguiente llamé al locuaz agente inmobiliario para preguntarle por una posible rebaja en el precio de aquel piso que me gustó. Me dijo que perdía el tiempo, que la otra persona interesada volvía a verlo justo al día siguiente y ya seguro que se cerraba el trato. Que si quería, podíamos quedar para ver los otros pisos, pero que ese no era para mi. Pero que le daba pena, pues me hubiera preferido como vecino. Con más horchata que sangre en las venas le desee mucha suerte, explicándole que no podía competir contra eso. Ya hablaríamos para ver esos otros pisos.

Este vendedor me mostró las armas más rancias de la profesión. Trucos pre burbuja que ahora no sólo no funcionan, sino que asustan al comprador. Recuerdo, como si de historias de terror se tratase, las odiseas que me contaban mis amigos que luchaban por comprar un piso barato en Madrid. Uno de mis amigos, pasados los meses, se traumatizaba por haber dejado pasar ‘la oportunidad de su vida’. Un bajo – o local comercial convertido- a reformar, en un barrio conflictivo y alejado del centro. Barato para los estándares de la época, vio el piso en 20 minutos y al terminar tenía que decidir: lo compro o no. Los vendedores te lo decían claro: ven aquí con 3.000 euros para la reserva y el piso es tuyo, mientras tanto, lo seguiré mostrando. Apenas unas horas, consultarlo con la almohada y ya había llegado otro más pardillo que con gusto lo compró.

La otra persona interesada que me decía este vendedor, como yo sospechaba, no existía. Pude ver como el anuncio de ese piso se renovaba, bajaba de precio. El agente tuvo a una persona interesada pero por orgullo ni se preocupó de volver a llamarme. Lo peor de todo es que anuló un montón de otros posibles pisos. No tenía sentido intentar ver ningún otro de los que él ofertaba, sabiendo que usaría artimañas de medio pelo. Luego tuve la opción de visitar otro piso en su mismo edificio, pero la descarté ante el riesgo de sufrir el rencor de ese vecino -al que no compré – y de los vendedores de abajo, no es entrar con buen pie en una comunidad de vecinos. Aún me toparía con ese vendedor de peculiar forma de hablar al llamar a un piso que vi anunciado desde la calle. Se indignó y me dio una muy mala respuesta cuando le dije que el piso ofertado me parecía caro. Ese vendedor tenía copado casi todo el barrio y sus técnicas de venta no eran las mejores.

Otra constante que detecté es la del todo se vende. Si en este piso se vendía el tercero y el cuarto, en aquel primero sin ascensor bien reformado se vendía el piso de enfrente. Podías ver el antes y el después en la misma página de anuncios. Podías comprar el piso reformado o sin reformar, por 20.000 euros menos. Una situación terrible para el vendedor, su producto resulta indistinguible de los demás.

El cambio de hora, anocheciendo antes, complicó mucho las visitas a pisos, que hacía al salir del trabajo. Es muy habitual que den de baja la luz en estos pisos. Vi un par de ellos en total oscuridad, tirando de linternas. Una experiencia muy interesante, ir descubriendo una casa, que pudiera ser la tuya, en total oscuridad. Así vi un piso muy grande, proveniente de un banco. Era tan grande que para mi eso resultaba un defecto. El lavadero era tan grande como un estudio. La distribución, sin embargo, era muy extraña y habría provocado el vómito a un aficionado al feng-shui.

¿No se supone que España ha sido tomada por los embargos y todos los pisos son de los bancos? Las páginas de inmobiliarias de bancos son un verdadero desastre. El principal defecto es el de proponer un precio negociable. Ves un piso por 150.000 euros pero a lo mejor si propones 100.000 ellos están dispuestos a vendértelo. El problema es que ese piso de 150.000 es uno más, entre tantos otros. Y hay muchos otros que se ofertan por apenas 110.000. Tratar de convertirlos en una ganga es absurdo, visitas muchos que están fuera de tus posibilidades esperando realizar una oferta – vinculante – y que se te acepte.

Los pisos de bancos se ofertaban tan mal que en ningún momento tuvo sentido visitar ninguno que ofreciera la página de una de sus inmobiliarias. Hasta tal punto son ineficaces sus plataformas de venta. Sólo se salvan cuando los ofertan a través de inmobiliarias externas que actúan como intermediarios. Aunque a casi todos nos repugnan los trabajadores del sector, hay que reconocer que su labor es imprescindible: arreglar el mercado ofreciendo precios realistas.

La misma inmobiliaria que me enseñó el piso sin calentador ni lavabo me llamó para visitar otros tres. El primero estaba bien, pero la zona demasiado alejada del centro. El segundo me encantó y el tercero fue una experiencia bizarra más, visitándolo mientras su dueño vivía en él. Veías la televisión encendida, los armarios llenos de ropa, el desorden natural de un cuarto de baño. Viéndolo lleno se notaba que era muy pequeño. Y también era caro. Además, que ese segundo piso que acababa visitar tenía pinta de ser para mi.

Era este un piso que destacaba por tener plaza de garaje – un extra que decantaba la balanza ante toda la competencia. El edificio tenía apenas 15 años y estaba bien conservado. Me marché a Londres, entre otras cosas para acabar de convencerme de si de verdad quería comprar. Londres es la ciudad con el mercado inmobiliario más delirante de Europa, pero aún así hay gente que se plantea comprar. Volví decidido a dar el paso y quedarme con ese piso.

A partir de ahí entraríamos en una guerra psicológica de prisas, regateos de mil euros y ‘hay otras personas interesadas‘. Por mi parte estaba convencido y acabé yendo con mi hermano a la última visita antes de dar el sí definitivo.

A mi hermano le pareció bien, sin estar tan entusiasmado como yo. Pero un hecho trivial arruinaría la venta: tanta gente visitando el piso – en la inmobiliaria siempre venían dos agentes, señal de que su hora de trabajo se valora poco- cada uno en una habitación, hizo que saltara la luz. No le di mayor importancia, aun cuando volvió a ocurrir. Pero a mi hermano le pareció muy extraño e inexplicable. Posteriormente me darían la explicación de que el dueño tenía la potencia mínima mínima contratada. Tras revisar en internet que el mínimo no es tan mínimo, de la inmobiliaria me explicaron que había llegado a un acuerdo especial con la compañía eléctrica para pagar muy poco, a costa de tener una potencia ridícula.

Días después, hablando con un amigo electricista, me explicó que se trataría de un cortocircuito, fácil de detectar y más de solucionar. La inmobiliaria me presionaba para que cerrara la venta y yo sólo pedía una explicación lógica a eso. Quería ver ese acuerdo de mínimos con la eléctrica, o una explicación más adulta a qué sucedía con la luz en ese piso.

Pero tras pensarlo mucho durante un fin de semana decidí que sí, que a pesar de todo, lo compraría. Pero como chica orgullosa, esperé a que me llamaran de la inmobiliaria para dar el sí. Y cuando recibí su llamada fue con una noticia sorpresa: la otra persona interesada realmente existía y había cerrado el trato ese sábado.

Esa inmobiliaria también sacaría su lado emocional y no volvería a contactar conmigo, el cliente que no se decidía nunca. Era desde luego una venta complicada y no quería entrar en algo que no veía nada claro. Ya la nota simple de ese piso se había mostrado compleja como una trama borgiana. El dueño era una sociedad unipersonal – chanchullos para no pagar impuestos – y tenía un aval sobre una empresa jamonera. Ese aval estaba ya cancelado, pero no se había formalizado el papeleo – típica actitud de vendedor que no quiere gastar para ganar. El dueño sin embargo llevaba poco tiempo viviendo allí. El nombre del buzón no tenía nada que ver con el de las personas empadronadas en la vivienda. Trigo poco claro, quien sabe si suficientemente limpio.

Pero tras perder esa compra tuve al menos la humildad de reconocer que había competencia. Que no podía uno tomarse todo el tiempo del mundo. Si encontraba algo muy bueno, había que tomarlo.

Seguí mirando, luego pasé a visitar un piso por simple morbo: se veía un poco alejado pero destacaba entre todos los demás por su bizarra decoración. Tenía aspecto de mesón de montaña. Vigas de madera, suelo de madera maciza, nada de parqué. Ventanas por el estilo, chimenea. Los típicos objetos de hojalata para dar ambiente rústico, repartidos por todas partes. La puerta del salón con una vidriera. Y toda la familia viviendo ahí mientras lo enseñaban.

La decoración era incoherente, el resto de habitaciones cada una a su aire. A pesar de su ‘reforma tan peculiar’ me gustaba. Su mayor desventaja era el barrio, alejado del centro y bajuno. Mientras esperaba al comercial de corbata verde pude encontrarme con varios vecinos: la que bajaba a comprar en chanclas, el tatuado, la maruja que se saca las llaves del sujetador. Ninguna vecinita, sólo personajes secundarios de ‘Aida’. Eso, junto con el detalle de que esa inmobiliaria te decía, tras ver el piso, que también te cobraban una comisión en caso de comprar, lo descartó por completo. Recuerdo la actitud descarnada del vendedor, hablando de ese piso. Está en X, pero lleva poco en el mercado, hay margen de bajada en 5.000 euros, si se le aprieta, lo están pasando mal, tienen prisa por vender. Menuda forma de tratar a tu cliente.

Si lo miras todo, acabas ampliando tus opciones mucho. De repente encontré un piso en una localización excelente y bastante barato. El problema: estaba para reformar completamente. Sin tener ni idea de lo que cuesta una reforma ¿2.000 euros? ¿20.000 euros? ¿100.000 euros? me tocó hacer una investigación intensiva de lo que estas implican y precios. Todo contaminado con reformas de famosos que cuestan millonadas o de gente aburrida que pone la cocina donde estaba el salón, el salón donde estaba el baño y el dormitorio donde estaba la cocina. Pero una reforma básica, fuera de las grandes capitales y sin cocinas de cine X, está en torno a los 20.000 euros.

Así que visité ese piso con una perspectiva totalmente nueva: ver qué se podía hacer asumiendo que todo estaba por hacer. Había que tirar paredes, unir habitaciones, reformar cocina y baño, cambiar ventanas y puertas. El piso era complicado, pues tenía una distribución rara, pero era enorme y con muchísima luz. Me gustó y decidí tirarme a la piscina. Le haría una oferta con algo de descuento y si salía bien, me arriesgaría a entrar en una reforma, suponiendo que no se saliera de presupuesto.

Antes de hacer la oferta vinculante decidí ver otro piso. Total, uno más. Era uno raro, había aparecido de la nada. Tenía un precio ridículo y por las fotos se veía bien. Era en una zona que conocía bien, no en balde la había recorrido días antes, cuaderno en mano, para anotar todos los teléfonos de los carteles de ‘Se vende’. El mal endémico de esa zona, aparte de que los pisos eran muy viejos, era la falta de ascensores. Muchos pisos muy baratos pero imposibles, por ser un tercero sin ascensor.

Vi ese último piso sin ningún tipo de ilusión, como una forma de mi nueva rutina diaria. Me sorprendió que el portal estaba bien cuidado – era un piso muy viejo. Ascensor tenía, o no habría ido a visitarlo. Una vez dentro, entré con la mentalidad del piso anterior. Aunque este se anunciaba como ‘para entrar a vivir’ era más barato que el que había que derribar entero. Así que, si había que reformar algo, siempre compensaría dado su bajo precio. La cocina era desastrosa: pequeña, sin apenas muebles donde almacenar. Luego tenía el típico lavadero que es carne de fusión con la cocina. Esa zona de la casa era viejuna, oscura y desvencijada. Me detuve mucho en ella porque implicaba reforma total. Luego pasé al resto de las habitaciones y, para mi sorpresa, me encontré un buen piso. Habitaciones grandes y muy bien distribuidas. Un piso viejo no enamora a simple vista, pero te pueden dar ganas de echarle un buen polvo. Tenía muchas cosas buenas y algunas malas subsanables. Y era, de largo, el piso más barato que había visto.

La historia del vendedor era quizás la más interesante: el piso era de su abuela, había estado alquilado siempre a estudiantes – a 400 euros al mes – y por la nueva legislación, que penaliza las plusvalías sobre pisos comprados hace varias décadas, había decidido venderlo antes de fin de año. Como en la familia se dedicaban a negocios inmobiliarios lo habían estado vendiendo en una suerte de modo intermedio entre particular e inmobiliaria – con lo peor de cada mundo. Aparte de haberlo publicitado poco y mal, acababan de rebajarlo drásticamente respecto del precio anterior. 10.000 euros menos de golpe, una actitud absurda desde el punto de vista vendedor.

Cuando anuncié mis intenciones de comprar todo el mundo me preguntaba, ¿Y por qué no te compras el piso en el que vives ahora? La respuesta era clara: porque no puedo pagarlo. Entonces me decían que le pidiera precio al casero. En esos casos es un imposible: se trata de un vendedor que no se había planteado vender hasta entonces y un comprador loco por hacerlo. La situación es muy desigual y lo lógico es conseguir un precio por encima del precio de mercado. Pero con este piso que visité estaba en la situación contraria: un vendedor dispuesto a vender casi a cualquier precio y sin lógica económica.

Cuanto más oía sobre el piso, más sonaba a posible chollo entre comillas. La abuela tenía ocho hijos y una de las hijas tenía problemas de liquidez y quería que se vendiera de inmediato. En esos casos, la multitud es favorable. Si vendes por 100.000 euros y hay dos hijos, cada uno se lleva 50.000 euros. Pero si tienes diez hijos, cada uno se lleva 10.000 euros. Una rebaja en el precio de 10.000 euros apenas le supone 1.000 euros menos, no sienten que pierdan tanto.

Sin sutilezas propuse una segunda visita, con mi hermano – en el papel de poli malo – para esa misma tarde. Mi hermano lo vio y me dijo de inmediato que eso era una ganga. Así que en ese mismo instante formalizamos una reserva verbal.

Lo que siguió fue todo mucho más sencillo: una venta entre particulares sin desconfianzas ni peleas por dinero. La nota simple era eso: simple. La historia de los alquileres a estudiantes se podía contrastar como cierta. No hubo ansias por conseguir una mayor fianza. Al no tener que depender del banco – con sus tasaciones, estudios de hipoteca y largos etcéteras – todo se aligeró tanto que el único problema para comprar ipso facto era conseguir cita con el notario y que el banco emitiera el cheque para el pago.

Sin el problema de la inmobiliaria de por medio, todo se arreglaba por medio de mensajes de Whatsapp, era un trato perfecto para los dos bandos y eso propiciaba que no hubiera tantas suspicacias. Cada papel que solicité, me lo enviaron sin problema. La reserva se hizo por menos dinero de lo que inicialmente querían y fue todo tan rápido que se formalizó la venta a los cinco días de haber pagado las arras penitenciales (reserva).

A modo de decálogo, aunque dudo que muchos hayáis llegado hasta aquí, y sin ánimos de dar lecciones pues mi visión es muy limitada.

1) Ir directamente a anuncios de inmobiliarias. Los particulares y los bancos son clientes terribles. (Aunque acabé comprando de un particular que se dedicaba a negocios inmobiliarios).
2) En Idealista.com el diseño es tan bonito y los pisos están tan bien presentados que te gustaría encontrar casa ahí. Pero la realidad demuestra que para los vendedores debe ser una experiencia terrible o muy cara. Su oferta es limitada y los pisos más baratos no suelen estar ahí. Milanuncios tiene una gama más amplia de pisos, y muchos de los que se ofertaban ahí no estaban en Idealista.com. (Acabé comprando de milanuncios. Como le decía a un amigo: he comprado mi coche y mi casa por Milanuncios; Sólo me falta encontrar pareja con ellos, pero de momento sólo se anuncian travestis poco femeninas).
3) Ya se empieza a notar recuperación económica, hay gente comprando pisos.
4) Todos los pisos que se vendieron en el pico de la burbuja están fuera de mercado, su precio está marcado por el de la hipoteca que tienen. Son tan absurdamente caros que no creo siquiera que reciban visitas. Estamos hablando de que hay un piso al lado del tuyo que vale la mitad. O menos de la mitad.
5) Las inmobiliarias son víboras para el vendedor. Una vez te ven como un posible comprador, harán lo que sea por facilitarte la venta y ellos pelearán por ti las rebajas.
6) De mis parámetros iniciales acabé cediendo en que era un piso viejo – y que necesita reformar la cocina. A cambio acabé comprando más barato de lo que pensaba y con más metros de los que necesito.
7) Un vendedor agradable es un parámetro que no se debe menospreciar. Va a haber que negociar muchos detalles y hacerlo con alguien inflexible o desagradable puede ser muy molesto. Un amigo me comentó que, en época de burbuja, tras reservar con fianza y por un precio delirante la casa a comprar, se encontró con que el vendedor amenazaba con llevarse ‘sus’ muebles de cocina, salvo que se los pagaran aparte – y casi al precio original. Y se salió con la suya.
8) Es bueno ver muchos anuncios. Muchos vendedores lo hacen muy mal y se anuncian poco, a veces sus pisos son casi invisibles. Si eres el único que ha visto ese anuncio, tienes una ventaja comparativa.
9) No me siento mejor por comprar un piso. En realidad, me siento algo más incómodo que antes. Aún me queda la parte de la reforma y una mudanza que será agotadora.
10) Uno de los principales argumentos para comprar no ha sido el que tenga una casa para vivir toda la vida, sino justamente el contrario. El tener que vivir de alquiler – con un gasto mensual fijo – inmoviliza ante la idea de pasar un tiempo en otra ciudad. Estando alquilado no es legal subarrendar tu casa. Ahora, teóricamente, podría marcharme a otro lugar durante algún tiempo sin el dolor de sentir que pago por un alquiler que no uso y con la opción de alquilar temporalmente mi piso. Con la experiencia de Couchsurfing puedo decir que no tengo ningún miedo a que haya gente rara – que yo elija – en mi casa.

Series de televisión y cultura

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Hoy en día nadie ve la televisión, porque es basura, pero todo el mundo se descarga series de televisión que se devoran durante horas. Uno se escuda en la palabra ‘cultura’ para defender que pasarse más de 60 horas viendo ‘Breaking Bad’ está más que justificado.

En mi opinión, hay una línea que emborrona ese concepto de cultura. ‘Salvame Deluxe’ (programa de los viernes por la noche sobre entrevistas a personajes de serie rosa) no es cultura. Tampoco lo es ‘La que se avecina’ (serie de comedia española) porque es zafia y con un humor exagerado. Pero ‘The Wire’ sí que lo es, porque se trata de una aclamada serie americana. ¿Es ver un partido ‘Granada-Córdoba’ cultura? Lo dudo, pero desde luego que una Final de la Champions League, aun cuando la juegue el Atlético de Madrid, siempre lo será. Todos esos programas tienen algo en común: son televisión. Que se descargue uno un programa y lo vea en el ordenador no quita que siga siendo televisión. Y como siempre, hay buena y mala televisión. Pero sobre todo, cuenta la actitud que uno tenga ante ella.

Una persona que se pase tres horas diarias viendo series puede argumentar que se pasa tres horas culturales. La cultura es un concepto amplio que no tiene sentido acotar. Pero para mi lo único indudable es que ha estado tres horas viendo televisión. No importa lo buena que sea una serie – y siempre hay otra mejor a la vuelta de la esquina – es consumo masivo de contenidos, tiene casi todo lo malo de la televisión.

El principal inconveniente de ver tanta serie está en que es tiempo de cultura que se quita a otras actividades, tal vez menos agradables, pero al mismo tiempo más estimulantes y sutiles. Porque realmente el objetivo de la cultura debería ser ese, hacer que nuestra mente se enfrente a nuevos retos y se encuentre con puntos de vista diferentes que la hagan avanzar. Las series son una cultura edulcorada. A todos nos gustan – quizás a mi menos que a otros y por eso escribo esto – pero no está bien darnos tantas palmaditas en el hombro mientras descargamos la temporada final de ‘Prison Break’.

Turrón de Jijona

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Aunque a todos nos parezcan que llegan prontísimo, los dulces de Navidad aparecen en los supermercados tras el festivo del 12 de octubre. Denostados como principales culpables del sobrepeso que se consigue tras la Navidad – y no sin motivo – de entre tantos dulces quiero romper una lanza en favor del que considero uno de los mejores postres que existen: el turrón de Jijona o turrón blando.

Antes de entrar en su principal virtud, su calidad nutricional, algunas ventajas:

  • Perfecto contra gran cantidad de alergias: no tiene leche ni gluten.
  • Acepta muy buen maridaje con vinos dulces y cavas.
  • Conservación duradera y fuera del frigorífico.
  • Barato, 200 gramos se pueden comprar por menos de tres euros.
  • Buen sabor, dulce pero no demasiado empalagoso.
  • Fácil de conseguir en España, El Corte Inglés – y algunos Mercadona – suelen venderlo todo el año.
  • Tiene huevo, luego no es apto para veganos.
  • Gran poder saciante.

Pero como decía antes, el turrón de Jijona es una maravilla por su composición. Pocos ingredientes y muy buenos:

  • Almendra.
  • Miel.
  • Azúcar.
  • Estabilizante E-471
  • Clara de huevo.

Nada más.

Si lo comparamos con cualquier otro postre, la diferencia es abismal. Una tarta de queso – que es a su vez bastante anodina – tiene queso, clara pasteurizada, azúcar, leche, yema pasteurizada, almidón de maíz, margarina (vegetal), acidulante (ácido cítrico), sal, conservador y aroma. El producto más inquietante de repostería es la copa de chocolate que venden todos los supermercados, que suele costar menos de 20 céntimos y tiene una lista de casi 30 ingredientes.

Lo mejor es la proporción de almendra, el mejor fruto seco que existe. En un turrón de calidad, puede llegar al 70%, esto deja poco espacio para añadir azúcar. Y más teniendo en cuenta que el turrón de Jijona tiene más miel que azúcar. Pocos postres tan deliciosos tienen menos de un 15% de azúcar. Un yogur azucarado puede tener un 9% de azúcar. Pero difícilmente podremos comer 125 gramos de turrón (media tableta), mientras que un yogur se toma en segundos.

A la hora de evaluar un alimento, más que caer en el simplismo de contar calorías, o contar grasas, lo más importante es ver qué estamos tomando. La mayoría de las veces son subproductos de la leche o del huevo (clara de huevo pasteurizada, proteínas de leche, leche desnatada en polvo) y un sinfín de aditivos. Aquí tenemos una receta trivial, sencilla y tradicional. Donde abunda la almendra que es un producto de gran calidad nutricional – y nada barato. Puede decirse que el turrón de Jijona es una forma muy agradable de tomar almendras.

El precio del turrón de Jijona no es cuestión de esnobismo, como con otros productos donde el más barato no es el peor. Comparemos turrón Jijona Delaviuda – calidad suprema – con Carrefour discount – calidad extra.

Carrefour discount:

Almendra (50%)
Azúcar
Jarabe de glucosa-fructosa
Miel
Clara de huevo
Emulgente.

Delaviuda:

Almendra (67%)
Miel (16,4%)
Azúcar
Estabilizante E-471
Clara de huevo.

Los ingredientes, en las recetas, siempre van del más abundante al menos abundante. Así, vemos que no sólo el de Carrefour tiene más azúcar que el otro, sino que además tiene más glucosa-fructosa que miel (y azúcar también). Y encima se le quita porcentaje de almendra (apenas superando el mínimo legal del 46% requerido para poder llamarse turrón de Jijona). Es una pócima hasta arriba de azúcar, que justifica su precio muy inferior.